Blackberrys con vodka tonic

Era una de esas noches románticas. Una pequeña sala de espectáculos, vodka tonic, susurros que invitan y la espera de un artista un tanto pasado de moda  cuyas canciones son siempre inolvidables. 
La sala, a media luz, se fue llenando de gente adulta,nada de jovencitas con gritos ensordecedores ni panties de colores vivos para lanzarlos a la tarima.
Mientras en el camerino el cantante afinaba sus cuerdas vocales y preparaba su atuendo, cada quien tejía los minutos a su manera.
Una joven pareja, embriagada por la tecnología, aprovechaba cada tanto para revisar sus correos o el último minuto noticioso en Twitter. Para ellos el mundo se reducía a sus blackberrys. Apenas un sorbo de licor, apenas un comentario, apenas una mirada.
Cualquiera diría que el vicio de estar juntos lo cambiaron por permanecer conectados a las telarañas de Internet.
El artista comenzó el concierto con las canciones más aburridas. Otra excusa para que la pareja cibernética siguiera tocando frenéticamente los teclados de sus celulares.
Yo no salía del asombro. Pero a la vez me preguntaba si acaso no era yo la  que estaba demodé, la que no entendía los nuevos códigos  de las relaciones de pareja, la que no terminaba de aceptar que un pequeño aparatito ejerza un poder dictatorial sobre las personas, o que las muestras de afecto dependan del nerviosismo de las redes sociales.
La noche llegó a su fin. Varias veces se escucharon los gritos de "otro, otro" pero el artista jamás volvió y la pareja ciberespacial salió lentamente, casi sin mirarse, casi sin tocarse.

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